En marzo de 1808, y cuando hab&iacute;an transcurrido cuatro meses desde que empec&eacute; a trabajar en el oficio de cajista, ya compon&iacute;a con mediana destreza, y ganaba tres reales por ciento de l&iacute;neas en la imprenta del Diario de Madrid. No me parec&iacute;a muy bien aplicada mi laboriosidad, ni de gran porvenir la carrera tipogr&aacute;fica; pues aunque toda ella estriba en el manejo de las letras, m&aacute;s tiene de embrutecedora que de instructiva. As&iacute; es que sin dejar el trabajo ni aflojar mi persistente aplicaci&oacute;n, buscaba con el pensamiento horizontes m&aacute;s lejanos y esfera m&aacute;s honrosa que aquella de nuestra limitada, oscura y sofocante imprenta.<br />Mi vida al principio era tan triste y tan uniforme como aquel oficio, que en sus rudimentos esclaviza la inteligencia sin entretenerla; pero cuando hab&iacute;a adquirido alguna pr&aacute;ctica en tan fastidiosa manipulaci&oacute;n, mi esp&iacute;ritu aprendi&oacute; a quedarse libre, mientras las veinticinco letras, escap&aacute;ndose por entre mis dedos, pasaban de la caja al molde. Bast&aacute;bame, pues, aquella libertad para soportar con paciencia la esclavitud del s&oacute;tano en que trabaj&aacute;bamos, el fastidio de la composici&oacute;n y las impertinencias de nuestro regente, un negro y tiznado c&iacute;clope, m&aacute;s propio de una herrer&iacute;a que de una imprenta.