En una calurosa noche de verano del 1650, el rey Stéfano, atrapado por un calor tormentoso, decidió levantarse y tomar un poco de agua fresca del pozo. Y mientras recorría, abatido, el largo corredor de su castillo, vislumbro a lo lejos una luz. Resopló y sacudió la cabeza. “¡Es Aurora, seguramente!”. Murmuró. Él sabía el tremendo defecto que se había apoderado de su única hija. El rey la vio tambalearse e ir hacia las cocinas reales. Hoy había sido servido para el almuerzo, cordero con patatas, y su voraz hija cada tanto hacia asaltos a la despensa. El sacudió la cabeza, para no verla clavar los caninos en la carne, y dar batalla sin descanso a las patatas, decidió que se habría aguantado la sed. Su esposa Serafina, la reina, que era cualquier cosa excepto tranquila, lo vio entrar enojado. “¿Entonces, esposo real? ¿El agua?” El la miró resoplando. Serafina con la mascarilla verde a la sandía no era precisamente un lindo espectáculo, pero era muy quisquillosa, por tanto, sobre algunas cosas, era mejor callarse... por la paz familiar! “Se me pasó la sed... he visto a Aurora dirigirse hacia las cocinas!”