Cuando la vi encerrada en las cuatro tablas que &aacute; todos nos esperan, exclam&eacute;: &laquo;&iexcl;Descansa al fin, pobre alma atormentada, t&uacute; que has sufrido tanto en este mundo!&raquo;<br />Y esta exclamaci&oacute;n sali&oacute; tan de lo &iacute;ntimo, respondi&oacute; tanto &aacute; la emoci&oacute;n del momento, que pudiera decir que fu&eacute; instintiva. Era imposible otra cosa. Nadie como yo sab&iacute;a que jam&aacute;s ojos algunos derramaron en sus d&iacute;as de aflicci&oacute;n l&aacute;grimas m&aacute;s amargas que las suyas, ni otro coraz&oacute;n como el suyo soport&oacute; en la tierra m&aacute;s duros golpes. El Cielo se apiad&oacute; de la infortunada el d&iacute;a de su muerte.<br />Mas se dir&aacute;: &iquest;acaso no tuvo sus d&iacute;as de felicidad, sus rosadas auroras, la paz y olvido que diariamente ped&iacute;a &aacute; Dios en sus oraciones? S&iacute;, ciertamente. Sus hijos fueron para su coraz&oacute;n un supremo consuelo, aun cuando la llenaba de terror la idea de que pudiese llegar un tiempo en que tuviesen que sufrir como ella sufr&iacute;a. &iexcl;Oh, esto no! Por lo dem&aacute;s, ingenua y confiada, puestas sus esperanzas en manos de Dios, y confiada en su infinita misericordia, nada la halagaba sino la paz de su casa. La misma gloria no la importaba. Los vanos ruidos del mundo se apagaban &aacute; sus puertas, no tan olvidadas como ella quer&iacute;a, ni tan ajenas al tumulto de la vida que no la trajesen temores y sobresaltos, pues nada la asustaba tanto como la posesi&oacute;n de una dicha inesperada. Le parec&iacute;a que forzosamente deb&iacute;a traer consigo una nueva tormenta.