Rub&eacute;n Dar&iacute;o fue un viajero constante: desde el a&ntilde;o 1886, a los 19 a&ntilde;os, cuando parti&oacute; de su patria, Nicaragua, en busca de nuevos horizontes y est&iacute;mulos, tanto vitales como art&iacute;sticos, hasta su retorno definitivo a su pa&iacute;s en 1916 para morir, los desplazamientos estuvieron presentes en su obra.<br /><br />Toda la la obra po&eacute;tica de Dar&iacute;o, y gran parte de su prosa, est&aacute; llena de la presencia de una Italia ideal, s&iacute;mbolo de la belleza, la gloria y el genio. Italia comparte con Francia el puesto m&aacute;s importante en el coraz&oacute;n del poeta, pero sin las tentaciones ex&oacute;ticas que la segunda de estas naciones implica. Si la belleza de Grecia tiene que ser filtrada a trav&eacute;s de Francia para que Rub&eacute;n Dar&iacute;o pueda sentirla viva dentro de s&iacute;, la belleza de Italia no necesita intermediarios.<br />Cuando Dar&iacute;o realiza, en 1900, su anhelado viaje a Italia, las primeras p&aacute;ginas de su &quot;Diario de Italia&quot; revelan eficazmente la hondura de la presencia de este pa&iacute;s en su formaci&oacute;n cultural y en su esp&iacute;ritu. Para Dar&iacute;o Italia es algo idealizado y maravilloso, parte important&iacute;sima de su mundo interior.